Hace
un tiempo me preguntaron cómo es que puedo amar a algo que me
lastima tanto, cómo puedo querer tanto a mi bicicleta si es que
siempre termino con las costillas fisuradas, cortes en la cabeza y
hombros fuera de lugar. Me preguntaron cómo es que puedo amar algo
que lo único que sabe hacer es dejarse derribar sin importar que
todos caigan con ella. Difícil tarea es explicar cómo es que soy
una amante de la vulnerabilidad... entonces redoblo la apuesta: cómo
no amar a algo que, sabés, no te va a abandonar aunque estés
cayendo? Que se va a fisurar con vos a todo momento? Que te va a
llevar a dónde sea sin importar nada? Siento que gano esa partida y
sigo camino como si nada. Haciendo oídos sordos a las opiniones de
aquellos que aman las cosas certeras y firmes.
Seguimos
viaje. Uno, dos y tres gigantes de acero quedan detrás y nosotras ni
nos inmutamos. Decidimos continuar como si nada, sin importar lo que
dicen aquellos que tienen más calle que nosotras. Reímos sin cesar
frete a la idea de medirse la viriliad por la cantidad de asfalto que
desgasta nuestras suelas: nuestros cauchos no se gastan porque la
sabiduría del día a día nos enseñó que cada tanto hay que
cambiar lo que nos sostiene para que las heridas, que nos hacemos
constantemente, no sean profundas.
Aceleramos
dejando todo eso detrás, aceleramos como si no existieran las leyes
ni limitaciones físicas, ni hablar de las mentales. Nos volvemos un
sólo vehículo que se mueve velozmente entre los autos. De repente:
rojo.
Rojo
como el azul amor de Medem, rojo como ese auto que rompe con la vida
de Ana y Oto, rojo como un frío día en la vida de dos amantes del
círculo polar. Rojo como la sangre que pronto va a estar cayendo de
nuestro cuerpo, sangre que avecinamos, que olemos. Volamos por el
aire y caemos al suelo, es un segundo no más. Solo basta con ese
momento para que me de cuenta que toda mi vida he amado la
vulnerabilidad, toda mi vida por ese momento de sentirme blanda como
un flancito, por ese momento de placer en el que me rompo en mil
pedazos tras la entrega absoluta. No disfruto tanto la alegría de
las cosas que amo como el acabamiento de ese amor. Pienso en Galeano
y en mi mente resuena su voz diciendo: Pequeña
muerte, llaman en Francia a la culminación del abrazo, que
rompiéndonos nos junta y perdiéndonos nos encuentra y acabándonos
nos empieza. Pienso en todas las veces que pedí un último abrazo,
que dí un último abrazo para que se muera (con eso que estaba
terminando) una pedazo de mi, pienso en todas las veces que me pegué
a las cosas que estaba dejando.
Pienso
en ese momento, en ese preciso instante que mientras iba cayendo me
agarraba más y más fuerte del manubrio y que ahora para poder
levantarme voy a tener que despegarme de vos. Intento zafarme, hay
rojo por todos lados vos tenés mi sangre yo tengo pedazos de tu
pintura. Somos como las hormigas, para morir nos abrazamos. Somos
negras, persistentes y amantes de la vulnerabilidad.