8.5.13

Los amantes regulares


Hace un tiempo me preguntaron cómo es que puedo amar a algo que me lastima tanto, cómo puedo querer tanto a mi bicicleta si es que siempre termino con las costillas fisuradas, cortes en la cabeza y hombros fuera de lugar. Me preguntaron cómo es que puedo amar algo que lo único que sabe hacer es dejarse derribar sin importar que todos caigan con ella. Difícil tarea es explicar cómo es que soy una amante de la vulnerabilidad... entonces redoblo la apuesta: cómo no amar a algo que, sabés, no te va a abandonar aunque estés cayendo? Que se va a fisurar con vos a todo momento? Que te va a llevar a dónde sea sin importar nada? Siento que gano esa partida y sigo camino como si nada. Haciendo oídos sordos a las opiniones de aquellos que aman las cosas certeras y firmes.
Seguimos viaje. Uno, dos y tres gigantes de acero quedan detrás y nosotras ni nos inmutamos. Decidimos continuar como si nada, sin importar lo que dicen aquellos que tienen más calle que nosotras. Reímos sin cesar frete a la idea de medirse la viriliad por la cantidad de asfalto que desgasta nuestras suelas: nuestros cauchos no se gastan porque la sabiduría del día a día nos enseñó que cada tanto hay que cambiar lo que nos sostiene para que las heridas, que nos hacemos constantemente, no sean profundas.
Aceleramos dejando todo eso detrás, aceleramos como si no existieran las leyes ni limitaciones físicas, ni hablar de las mentales. Nos volvemos un sólo vehículo que se mueve velozmente entre los autos. De repente: rojo.
Rojo como el azul amor de Medem, rojo como ese auto que rompe con la vida de Ana y Oto, rojo como un frío día en la vida de dos amantes del círculo polar. Rojo como la sangre que pronto va a estar cayendo de nuestro cuerpo, sangre que avecinamos, que olemos. Volamos por el aire y caemos al suelo, es un segundo no más. Solo basta con ese momento para que me de cuenta que toda mi vida he amado la vulnerabilidad, toda mi vida por ese momento de sentirme blanda como un flancito, por ese momento de placer en el que me rompo en mil pedazos tras la entrega absoluta. No disfruto tanto la alegría de las cosas que amo como el acabamiento de ese amor. Pienso en Galeano y en mi mente resuena su voz diciendo: Pequeña muerte, llaman en Francia a la culminación del abrazo, que rompiéndonos nos junta y perdiéndonos nos encuentra y acabándonos nos empieza. Pienso en todas las veces que pedí un último abrazo, que dí un último abrazo para que se muera (con eso que estaba terminando) una pedazo de mi, pienso en todas las veces que me pegué a las cosas que estaba dejando.
Pienso en ese momento, en ese preciso instante que mientras iba cayendo me agarraba más y más fuerte del manubrio y que ahora para poder levantarme voy a tener que despegarme de vos. Intento zafarme, hay rojo por todos lados vos tenés mi sangre yo tengo pedazos de tu pintura. Somos como las hormigas, para morir nos abrazamos. Somos negras, persistentes y amantes de la vulnerabilidad.