7.8.14

¡Qué noble!

En estas vacaciones mi cerebro, completamente desbordado,  decidió mandar a dormir la mitad de mi cuerpo.
¿Necesitás algo? Me preguntó la enfermera, me tomé un segundo para no decirle que necesitaba
que los conflictos de medio oriente terminen,
que quería que todos los de terapia intensiva estuvieran menos intensos
y que sus familiares no se inundaran en lágrimas y esperanza.
Era demasiado decir eso,
le pregunté si podía comer algo y si tenía lápiz y papel.
Empanaditas y un cuaderno gloria: ¡qué nobles son las enfermeras!
Ningún estudio sobre salud me va a cambiar ese pensamiento.
Un cuaderno gloria. Nuevo. Es domingo ¡Qué noble!
¡Que nobles y la puta madre que miedo que tengo!
Soy como una hoja de papel suelta en un huracán,
como un nene agarrando por primera vez a su hermanita,
todo malo puede pasar,
nada malo puede pasar.
Pero tiemblo como un método de supervivencia.
Vuelve la enfermera:
¿Está todo bien por acá?
Sonrío,
Deseando que en mi sonrisa pueda leer que tengo 22 años y estoy temblando como un cachorro bajo su primera lluvia,
que el médico no vuelve con los resultados y siento que se llevó mi vida en ese poquito de sangre,
que no entiendo esas imágenes de mi cerebro y que cada mancha para mí se ve como una sentencia.
Ella también sonríe y
sus dientes amarillos de nicotina,
torcidos de ausencia de ortodoncia me dicen:
a mí también hay cosas que me asustan.
Perdón por no poder darte más que estas empanadas y un cuaderno tan amarillento
como mis dientes,
tan gastado como mis suelas por caminar estos pasillos
¿Querés algo de tomar?, me dice.

Esta habitación es una heladera,
tan blanca,
tan pulcra,
tan poco iluminada cuando la puerta se cierra
Y yo tan hoja verde quemándose con cada segundo de frío.
El afuera es tan incierto como esas radiografías de mi cerebro.
Mi mamá marca el paso con sus zapatos, ella es el reloj que desde afuera de la habitación me avisa que hay un mundo.
En cada paso pide perdón por no estar adentro conmigo,
ella no sabe qué le pasó cuando papá murió,
pero ahora hay cosas que ya no puede hacer.
Va a gastar el suelo del pasillo con tanta culpa.
La enfermera le ofrece un té de tilo y le dice que puede acostarse
en la cama de alguna habitación vacía,
que a veces las noches pueden hacerse muy largas entre esas paredes.

El doctor entra y honestamente para mí es de esos psicópatas
que no son psicópatas por oficio:
las circunstancias de la vida lo hicieron así.
Entra escoltado por un par de colegas, nadie saluda,
nadie dice nada.
Sus caras están hechas de piedra
a veces uno podría pensar que hay muchas estatuas viviendo entre nosotros.
Con el título de médico viene la no expresión,
viene la capacidad de decirte cualquier pronóstico sin que se caiga nada
cuando dentro tuyo se vino todo a pique.
Giran sonríen y sus dientes son perfectos,
no me dicen nada.
Antes de que cierre la puerta le digo:
En Japón ya es de día, ¿sabe doc?
Desde chiquita que sos ocurrente,
Tratá de descansar.
Y sonríe, inclinando la cara,
como sonríen los amigos frente a tu primera borrachera.
Vos tenés tanto miedo, de golpe sos tan humano
y tus amigos sonríen con la ternura que provoca el miedo.
Mi médico sonríe con la ternura que le provoca mi miedo,
Yo ya estuve ahí a los ocho,
a los dieciséis
y ahora.
Pero sigo con el mismo miedo de los ocho,
sigo sin entender esas manchas en mi cabeza
y por qué a veces todo se oscurece y yo despierto en esta heladera.
Solo quedamos nosotros dos en la habitación,
él es un ser nocturno
de esos que se levantan a ver si la comida todavía está ahí,
a duras penas ve que todo está bien.
Él no puede notar que ese iglú eléctrico solo demora mi putrefacción.
Sonríe torpemente y en esa poca delicadeza puedo ver
cómo la piedra cobra vida
y entre sus grietas veo la desesperación de mi mamá,
la enfermera tan noble,
las empanaditas que me trajeron,
este cuadernito gloria en el que escribo
y en sus ojos se lee perfectamente:
perdón por no poder darte más que esto,

te juro que también soy humano y hay cosas que me asustan.